viernes, 23 de noviembre de 2007

Sin título.

Mi profesora de la obra de Ricoeur (La "Dra." Silvia Gabriel, que no sólo no es doctora, sino que además es abogada; Abogada: basta, no mienta más)que ella leyó hoy me mandó un mail con la nota un cinco que decepción ella se sintió tan decepcionada no sé esperaba que la iluminé de una manera especial yo joven conflictuado por cuestiones dificiles de comprender entonces me va diciendo en el mail todo lo que está mal todo lo que erré lo que no expliqué corona su crítica con la excusa perfecta parece que simplemente cité textualmente cuando la consigna pedía que transforme los contenidos con mis palabras a veces pienso que nada de lo que hago tiene sentido que ya no sé que probar porque en todo en un corto o mediano plazo me parece una mierda además de que no tengo facilidad para nada y me evado de mis estupidas responsabilidades narcotizandome o simplemente sufriendo quisiera saber como hacer para ser feliz transando aceptando todas estas pelotudeces de esta sociedad de mierda como puedo tener plata sin tener que trabajar como puedo tener una casa sin tener que soportar a mi padre como puedo tener amigos sin querer asesinarlos después de cierto tiempo en fin como seguir viviendo pero hacerlo bien por momentos me parece que estoy esperando la muerte que soy tan idiota que es imposible que me suicide.

Dejé mi mochila en la biblioteca nacional estoy triste pero con miedo una sensación parecida a cuando me agarraban los ataques de pánico cuando desgrababa a Cragnolini y sí nadie lo va a creer que me importa pero yo ahora estoy llorando porque no tengo un puto mango en el bolsillo porque no tengo crédito en el puto celular porque mi padre me detesta igual que yo a él pero no tiene la valentía de echarme de casa a veces pienso que debería irme a una huerta de hippies y comer frutos y trabajar la tierra y dedicarme a hacer el amor o sea cojer con alguna nena que me aguante aunque siendo realistas todos ya sabemos que esa persona nunca existió no existe ni va a existir nunca en la tierra y quizás halla alguien leyendo esto y diga este enfermo mental que se dedica a llenar este blog de mierda de más mierda.

Entonces cómo hacer para triunfar y llegar al podio de los grandes ganadores cómo hacer para no volverse loco cómo hacer para recibir y dar amor cómo hacer para que me chupe un huevo la competencia cómo hacer para extirparme el mal que me aqueja cómo hacer para que esta vida tenga sentido cómo hacer para que por lo menos una gota de vida me mojé la cara porque a pesar de todos los profesionales de la infelicidad que se encargan de hacerme todo más trabajoso voy a seguir existiendo sí un ratito más cada vez un ratito más milimetro a milimetro y no.

3 comentarios:

hernancito dijo...

te abrazaría, de tener el valor...

desfragmentación dijo...

EL SUICIDIO de ANDRE COMTE SPONVILLE
(De “Impromptus” ed. Andres Bello)

Qué decir del suicidio? ¿Qué decir si ya no hay más que decir? ¿Y a quién cuando ya no hay nadie que escuche? No hay que confundir suicidio con tentativa de suicidio. El éxito, en este caso, cambia la naturaleza del acto, porque lo cumple, porque es lo único fiel a su definición: un suicidio malogrado no es un suicidio como un matrimonio malogrado sigue siendo, no obstante, un matrimonio. Éxito. No temo esta palabra. Que todo suicidio sea un fracaso es una perogrullada que nada dice. ¿Comprobación de fracaso? En ri-gor, aunque se pueda comprobar esto sin suicidarse, y suicidarse, quizás, sin comprobarlo. Los estoicos veían en él más bien el éxito definitivo, que venía a clausurar, en el sabio, toda una larga serie de triunfos. ¿Por qué no? El suicida no muere más que los otros ni más pronto que muchos. Muere de un modo distinto, por cierto, porque muere voluntariamente. Por ello, también, a veces muere mejor.
El error estaría, como casi siempre, en genera-lizar demasiado. Está claro que algunos suicidios son patológicos. La depresión es una enfermedad como otras, que se cuida y que mata. El suicidio no es su remedio; es su síntoma más grave. Pero no soy psiquiatra ni terapeuta. El problema que el suicidio plantea al filósofo es el de la muerte voluntaria. Supone que el individuo esté en condi-ciones de hacer su voluntad y que esa voluntad sea suya. Sé muy bien que no es tan sencillo. ¿Acaso me pertenece mi voluntad o ella y yo pertenecemos a mi cerebro? Leí en alguna parte que una sustancia química, una vez instalada en las sinapsis, provoca ideas de suicidio por ahogamiento. .. Esto debería volver modesto, sobre todo al filósofo. Pero el pensamiento no deja de existir por ello: esta química vale lo que otra, y el cerebro también es sensible a los argumentos; la experiencia lo demuestra. Modestia y confianza pueden ir a la par: modestia ante el cuerpo, confianza ante lo verdadero. Corresponde a los médicos como a los filósofos y a los filósofos como a cualquiera. Estoy convencido de que el cerebro es el que piensa; pero sería una inferencia muy curiosa que por ello se renunciara a pensar... La química está sometida a la lógica tanto como -por lo menos tanto como- la lógica a la química. Siempre es el cerebro el que piensa; siempre es el cerebro el que decide. Lo cual no demuestra nada, sin embargo, contra sus pensamientos ni contra sus voliciones. El suicidio no sólo es un síntoma: también es un problema y una opción.
Muerte voluntaria, decía, y el problema está allí. Dejo aparte los casos de demencia, de psicosis, de depresión y en general todos los suicidios como otras, que se cuida y que mata. El suicidio no es su remedio; es su síntoma más grave. Pero no soy psiquiatra ni terapeuta. El problema que el suicidio plantea al filósofo es el de la muerte voluntaria. Supone que el individuo esté en condiciones de hacer su voluntad y que esa voluntad sea suya. Sé muy bien que no es tan sencillo. ¿Acaso me pertenece mi voluntad o ella y yo pertenecemos a mi cerebro? Leí en alguna parte que una sustancia química, una vez instalada en las sinapsis, provoca ideas de suicidio por ahogamiento. .. Esto debería volver modesto, sobre todo al filósofo. Pero el pensamiento no deja de existir por ello: esta química vale lo que otra, y el cerebro también es sensible a los argumentos; la experiencia lo de-muestra. Modestia y confianza pueden ir a la par: modestia ante el cuerpo, confianza ante lo verda-dero. Corresponde a los médicos como a los filó-sofos y a los filósofos como a cualquiera. Estoy convencido de que el cerebro es el que piensa; pero sería una inferencia muy curiosa que por
ello se renunciara a pensar... La química está so-metida a la lógica tanto como -por lo menos tan-to como- la lógica a la química. Siempre es el cerebro el que piensa; siempre es el cerebro el que decide. Lo cual no demuestra nada, sin em-bargo, contra sus pensamientos ni contra sus voli-ciones. El suicidio no sólo es un síntoma: también es un problema y una opción.
Muerte voluntaria, decía, y el problema está allí. Dejo aparte los casos de demencia, de psico-sis, de depresión y en general todos los suicidios que se imponen a la voluntad y no son opciones de ésta. ¿Es la mayoría de los casos? No sé. Pero la sabiduría exige que nos ocupemos primero de lo que depende de nosotros, como decían los estoicos, y entonces -porque no soy médico ni estoy enfermo actualmente- del suicidio como acto voluntario. El suicidio, entonces, como decisión y no como patología, como opción por lo menos posible, el suicidio en tanto cuanto depende de nosotros, éste es el problema, el de cualquiera. Recordemos que Camus veía en él "el problema fundamental de la filosofía", lo que siempre me ha parecido una exageración. ¿Pero quién puede negar que sea un problema y un problema filosófico? La expresión "muerte voluntaria" es equívoca. El suicida no escoge morir (es una opción que no se tiene: hay que morir de todos modos), sino morir- .ahora. ¿Cuántos harían esta elección si pudieran escapar de la nada? ¿Cuántos adelantarían la hora de su muerte si pudieran no morir jamás?
Lucrecio ya había advertido -antes, parece seguro, de suicidarse él mismo- que es la certidumbre aterradora del deceso lo que a muchos vuelve odiable la vida, hasta el punto, a veces, de que se dan muerte para escapar por fin de la angustia que les inspira... Sin contar con que la perspectiva ineluctable de la muerte impide esperar, como la de la vejez, que el tiempo trabaje en favor de nosotros, que las cosas acaben, como dicen, por arreglarse. Si inmortales, podríamos pensarlo, y esperar, esperar... ¿Pero para qué, si sólo la muerte es cierta? ¿Si sólo la vejez, o el sufrimiento, nos separan de ella? En esto se apoyan los procesos falsos que se hace a los suicidas -que habrían traicionado la vida, adoptado el partido de la muerte , aunque no estén en condiciones de inquietarse por ellos, aunque no les alcancen. ¿Es culpa de ellos que toda vida sea mortal? ¿En qué han traicionado más a la vida que la vida a ellos? Suicidarse no es optar por la muerte (no se puede escoger morir como no se puede escoger nacer), sino por el momento y el modo de la muerte. Es un acto oportunista, esencialmente relativo (no es lo mismo suicidarse a los veinte años que a los sesenta, cuando se está enfermo que cuando se goza de buena salud...), y de ningún modo el absoluto que a veces se quiere ver. Se trata, ni más ni menos, que de ganar tiempo sobre lo inevitable, adelantarse a la nada, ganar en velocidad, si se quiere, al destino. El suicidio no es la infamia que algunos condenan ni la apoteosis que otros proclaman. Evitemos alabanzas y diatribas. El suicidio no es un sacrilegio ni un sacramento, ni una apoteosis ni una apostasía.(Negar la fe de Jesucristo recibida en el bautismo.) Es un camino que se atraviesa, sencillamente, el más breve, el más radical, una huida sobre nada, una anticipación de lo ineluctable. El atajo definitivo. Los antiguos eran más razonables que nosotros en esto. Platón, tan ávido de morir por otra parte (¿o sería por ello?), es casi el único del que sabemos que convirtiera el suicidio en asunto prohibido. Los estoicos, por el contrario, veían en él, cuando morir parecía necesario, la muerte más digna del filósofo, la más libre, la más razonable. Epicuro no fue tan entusiasta sobre el tema. Sólo aconsejaba -por amor a la vida y a los placeres -que siempre se mantuviera presente la posibilidad del suicidio. Pensaba que afirmar que no vale la pena vivir la vida es una tontería; el primer placer a mano debe curar a todo hombre que la muerte no enloquece. Y los placeres son tan numerosos, están tan al alcance de la mano... El que escupe a la vida, el que lamenta haber nacido, o finge la-mentado, con ello mismo se refuta (¿acaso ya no está muerto?). Aunque moleste a Cioran y a los nihilistas de hoy, haber nacido no es un inconve-niente: es una suerte, un placer, y el cuerpo lo sabe muy bien. Materialismo: hedonismo. Este epi-curismo es de todos los tiempos. La vida es buena y ella sola lo es; no hay muchas razones, observaba Epicuro, para dejarla. Sucede que también es po-sible lo peor, que lo peor a veces llega (¿lo peor? lo que no se puede soportar dignamente: el sufri-miento atroz o durable, la decadencia o la ruina, la desventaja intolerable...) y entonces el suicidio, con mayor facilidad que la sabiduría, sirve para evitado. Se dirá que la facilidad no es un argu-mento. Así sea. Pero nuestra debilidad sí que lo es o, más bien, los argumentos sólo valen en tanto cuanto tengamos la fuerza para seguidos. El sabio, quizás, nunca necesita el suicidio. Pero nosotros, que no somos sabios, que jamás lo seremos, es bue-no que mantengamos presente la salida siempre posible que nos ofrece. Es una prenda de sereni-dad, de libertad, de felicidad. "Nada hay que temer en la vida", explicaba Epicuro, "si se ha compren-dido que nada hay que temer en la muerte". El suicidio permite evitar lo que no se es capaz de soportar (es un analgésico soberano y sin riesgo de acostumbramiento). Por ello la idea de suici-dio, si se la piensa serenamente, forma parte de las que tranquilizan o que ayudan a vivir (consti-tuye un ansiolítico cómodo y, en un hombre sano, sin efectos secundarios). En suma, observa Epicuro, "la necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir bajo el imperio de la necesi-dad". Lo que no quiere decir, por supuesto, que haya que suicidarse para ser libre, cosa que Epicuro nunca dijo ni pensó. Pero sí que la permanente posibilidad del suicidio torna voluntaria la vida en-tera: no se puede elegir haber nacido o tener que morir y ser mortal, pero sí vivir más o menos tiempo, continuar o no viviendo. Por esto la idea del suicidio forma parte del arsenal del hombre libre. "El que aprendió a morir", dirá el epicúreo Montaigne, "dejó de ser esclavo". No que sea ne-cesario suicidarse para ser libre, insisto: ¿qué ab-surdo más evidente? Pero hay que saber que se puede para no olvidar que se es libre. Quien se prohíbe a sí mismo el suicidio hace de su vida una fatalidad: quien consiente en la idea, un acto.
Se dice que Diógenes, ya muy anciano, se sui-cidó dejando de respirar voluntariamente. El he-cho, que sin duda es legendario, ofrece no obstante una noción bastante bella de la libertad. Aquellos no se apegaban más a sí mismos que a la virtud ni a la vida más que al coraje.
Otros tiempos, otras costumbres. Dos mil años de cristianismo convirtieron al suicidio en peca-do, evidentemente mortal en todos los sentidos del término y por lo tanto sin remisión. Los mis-mos -su caridad es implacable- condenaron la eu-tanasia en cualquier circunstancia y por idénticas razones. Los dos actos, de hecho, son vecinos: el suicidio suele ser la eutanasia de uno mismo; y la eutanasia, en nuestra sociedad, solo es, casi siempre, una asistencia al suicidio. Advirtamos, sin embargo, que el suicidio plantea menos problemas, es me-nos susceptible de derivaciones o de perversiones. Si se llegara a legalizar la eutanasia, cosa que yo deseo, implicaría todo tipo de barreras y de con-troles a un tiempo deontológicos (para los médi-cos) y jurídicos (para todos). Por eso, además, haría falta una ley: porque nada es peor, en estos domi-nios, que una ley inaplicable, como lo es la actual, que se viola impunemente en nuestros hospitales, como todo el mundo sabe, pero sin control de ninguna especie ni a priori ni a posteriori. ¿No en-traña esta situación llevar demasiado lejos el po-der y la responsabilidad de los médicos? Pero volvamos a nuestro tema. Tratándose del suicidio, todo es más sencillo, porque nada tienen que ha-cer allí ni el derecho ni los médicos. Sólo me con-cierne a mí y nadie podría pretender, sin caer en el ridículo o en el abuso de poder, y si yo estoy en mis cabales, prohibírmelo. ¿Cuál es la sanción po-sible, si tiene éxito? ¿Cuál la aceptable, si fracasa? El suicidio es un derecho tanto más absoluto cuan-to se burla del derecho. Es la mínima y la máxima libertad.
Montaigne, en este caso como en otros, es el mejor maestro, hasta en sus vacilaciones. ¡Qué lo-cura sería encerrarse en alguna doctrina de la muerte! Pero no varió nunca (lo que mostró en aquellos tiempos, dicho sea de paso, una bella in-dependencia de espíritu, y coraje nada escaso...) en la reivindicación o, mejor -pues la reivindica-ción no corresponde a su estilo-, en la tranqui-la afirmación de un derecho al suicidio. Cita a Epicuro: "Si bien es malo vivir necesitado, por lo menos no hay ninguna necesidad de vivir necesi-tado. Nadie está mal por mucho tiempo si no es por su propia culpa...» Por lo que cada uno es responsable de sí mismo e, incluso sin haberlo querido, de su propia existencia. Nadie escogió nacer; pero nadie vive sin quererlo. Sucede "que en el peor de los casos" como dice Montaigne en otro ensayo, "la muerte puede poner punto final cuando nos plazca y así acabar con todo inconve-niente". Lenguaje sabroso y pensamiento análo-go... Pero en el tercer ensayo del libro 11 se hallan los más extensos comentarios, y los más hermosos, que Montaigne consagra al suicidio. Me gusta que sea tan libre, mesurado, sereno. "El sabio vive tan-to como debe", escribe según los antiguos, "y no tanto como puede: el regalo más favorable que la naturaleza nos ha hecho, privándonos de todo me- dio de quejamos de nuestra condición, es haber-nos dejado en libertad". Y continúa, muy cerca de Epicuro y de los estoicos: "Nos puede faltar tierra para vivir, pero no tierra para morir... Si vives pe-nando, tu cobardía está en juego; para morir sólo basta quererlo". De ningún modo está diciendo que el suicidio se imponga como un absoluto ni menos aún que valga por sí mismo. La vida vale, ella sola. Pero hace falta que se pueda vivir, y en condiciones humanamente soportables; de las cua-les nadie es señor, salvo para morir. "La vida", ob-serva Montaigne, "depende de la voluntad de otro; la muerte, de la nuestra". Es la porción inaliena-ble de nuestra soberanía. Tal como la muerte trans-forma la vida en destino, así la posibilidad del suicidio transforma el destino en libertad.
¿Es entonces el suicidio una panacea? En un sen-tido, sí, ya que "la muerte", continúa Montaigne, "es la receta para todos los males". Lo cual no es razón, sin embargo, para abusar de ella, ni para recomendarla a cualquiera. Si hay remedio en ello, es demasiado extremo para que se midan con li-gereza sus indicaciones y es, evidentemente, una prescripción que solo uno mismo puede hacerse a sí mismo. "Para las enfermedades más fuertes, los más fuertes remedios", escribe Montaigne; pero yo agregaría únicamente para ellas. Sería despro-porcionado aplicar un tratamiento tan pesado, tan definitivo a la menor bobada del cuerpo o del alma. Como amputar el brazo porque se quebró una uña... Por mi parte, no tengo prisa por morir y preferiría, de todos modos, no tener motivos para colaborar en ella con mi propia mano. Este tipo de decisión pesa, y sueño con un final más leve o más despreocupado. Si alguna vez, rara vez, he soñado con el suicidio, ha sido ante una ame-naza precisa, una desventaja inaguantable que pa-recía anunciarse, algún horror que no me sentía capaz de soportar. Pero la salud siempre me ha parecido más deseable, y suficiente cuando es bue-na. Me parece que querer la muerte es darle de-masiado crédito; basta aceptarla, y vale más. La deseo, por cierto, indolora, como todos nosotros, pero también imprevista, involuntaria, incluso inconsciente si se puede. ¿Falta de grandeza? Sea. Pero la grandeza me importa menos, en ese últi-mo instante, que el descanso. ¿Ver la muerte cara a cara? ¿Para qué, si nada hay que ver? Saberse mortal, sí. ¿Pero es necesario ese vivir muriendo? Nunca he creído que toda una vida se pueda juz-gar a su término. ¿Por qué situar más alto al ancia-no que al joven, al agonizante que al sano? ¿Una muerte heroica? Se la dejo a los héroes. Me con-vendría más una muerte sencilla y suave, una muer-te impremeditada y fortuita, como dice Montaigne acerca de otra cosa. ¿Pero quién escoge? ¿Y para qué programar? En estas materias creo bastante en las virtudes de la improvisación. Esto nos trae de vuelta al suicidio. Rumiarlo sin cesar me pare-ce muy romántico, y también exagerado, aunque
en sentido contrario, jamás encararlo. En una si-tuación ordinaria, basta la simple posibilidad del suicidio, aunque se la considere de manera abs-tracta. ¿Para qué los detalles, los preparativos, los discursos? Me parece que es preocuparse demasia-do de uno mismo o de su muerte eso de planificar con tanta antelación, como hacen algunos -y con qué solemnidad- la ceremonia de los adioses. El suicidio como última seducción narcisista: "¡Váis a ver lo que váis a ver!..." Por lo menos de esta vanidad estoy libre. La muerte vendrá cuando quiera o cuando yo quiera. ¿Por qué me voy a conceder menos libertad que la que ella misma se da? En suma, no soy ni suicida ni suicidólatra y cuento con improvisar -llegado el momento, suicidio o no suicidio- mi muerte, como de todos modos hay que hacer.
¿Pero qué improvisación sin libertad? ¿Y qué li-bertad sin opción? El suicidio, la posibilidad siem-pre abierta del suicidio, sólo es una de las variaciones posibles de la vida, para terminar, una coda entre otras, y, como hay que hacer una, nada peor que muchas y mejor, quizás, que la mayoría. Sobre todo, al suicida le queda abierto un horizonte de libertad, salvo disminución muy grave, que debe permanecer así (lo que a veces puede suponer la asistencia de los parientes, de los amigos, del cuerpo médico) . Los sociólogos nos indican que la tasa de suicidios aumenta con la edad. Lo que confirma mi punto de vista: no se rechaza la vida, se rechaza la vejez, la soledad, la esclavitud de la enfermedad o la miseria, los sufrimientos de la disminución o de la agonía. .. La muerte es demasiado larga, a menudo, cuando la vida es demasiado breve. Cuando ya no se desea, o cuando ya no se puede prolongar válidamente la vida, es legítimo abreviar la muerte.

Y en cuanto a los que no soportan la vida, o que no se soportan a sí mismos, que se suicidan -a veces muy jóvenes- no para evitar tal o cual desgracia de la existencia sino la desgracia misma de existir, confieso que me cuesta comprenderlos y sospecho que hay alguna herida narcisista o neurótica de que no saben curar. "Una enfermedad particular", decía de ellos Montaigne, "es odiarse y desdeñarse", como también querer "ser otra cosa que lo que somos". Sin duda es la misma enfermedad. ¿Qué exigen entonces a la vida para estar sufriendo al punto de estar por privarse de ella? ¿Qué duelo imposible los tortura? ¿Qué angustia insuperable? ¿Qué esperanza siempre fallida? ¿Se atienen tanto a su felicidad -!a su felicidad!- que ya no soportan una existencia que en los demás les parecería aceptable? Montaigne otra vez: "Es ridícula la opinión que desdeña nuestra vida. Ya que, al cabo, es nuestro ser, es nuestro todo. [...] El que nos despreciemos y nos desdeñemos es contra natura". ¿Quién puede saberlo, sin embargo? Cada uno es juez de su dolor, únicamente cada uno. La vida no tiene razón ni se equivoca; cada uno la goza a su modo y la soporta como puede. Creo haber tenido la experiencia de que la desesperanza puede proteger contra la angustia o la melancolía, sin abolirlas; y esto se parece a una filosofía. "La esperanza", me decía un psicoanalista, "es la principal causa del suicidio." Casi siempre uno se mata sólo por decepción. Por eso la sabiduría de la desesperanza, que he intentado pensar y que no es otra cosa, quizás, que el trabajo del duelo, como diría Freud, llevado a término. Hoy me ocurre pensar que sólo era una defensa como otra, que viene a equivaler a oponer la melancolía a la angustia, a equilibrarlas en cierto modo una con la otra, a compensar ésta, que devora, con aquélla, que sosiega. ¿Por qué no? Cada uno se las arregla como puede y muy a menudo a ciegas. Sigo creyendo, sin embargo, que hay que liberarse de la esperanza y del temor, como dijo Spinoza. Sólo sucede que ahora me creo menos mis razones o estoy más consciente de sus límites. Que algunos prefieran la esperanza de la muerte al amor desesperado a la vida es otra experiencia, igualmente efectiva, igualmente respetable, pero que nada más demuestra. A unos les basta el coraje; a otros es todo lo que les queda cuando ya no basta... ¿Qué decir? ¿Y por qué decir? El silencio y el respeto valen más. Por otra parte, aunque tal o cual suicidio sea patológico, como suele suceder, por lo menos consigue liberar al enfermo del su-frimiento -muy real, por más imaginario que sea- que le tortura. El suicida muere curado y esta idea por lo menos es dulce.
Paz a los suicidas en la tierra como en los cielos.

Margui. dijo...

Ya que pinto el copy-paste...
EL REY
Con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley. No tengo trono ni reina ni nadie que me comprenda pero sigo siendo EL REY. Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rolar y rolar.
Y así sigue...aunque estés diferente.
Me tomé el atrevimiento de cambiarle un poco la onda a la cuestión. Cosa complicada, como dijo CL, no tener el ejemplo de otros humanos que convierten la entrada al mar en simple juego liviano de vivir.